La mente empieza a correr antes de que yo me haya levantado de la cama. Ya está planeando, recordando, comparando, analizando. Y si la dejo sola, puede arrastrarme como una corriente sin dirección.
Antes intentaba controlarla. Quería que se callara, que se quedara quieta. Pero cuanto más lo intentaba, más ruido hacía.
Con el tiempo entendí algo que me cambió: no se trata de controlar la mente. Se trata de ponerla a mi servicio.
La mente es una herramienta brillante, pero necesita una guía. Y esa guía soy yo. No desde el esfuerzo, sino desde la presencia.
Cuando noto que se desboca, no me enfado. Simplemente la observo y le ofrezco un lugar donde descansar. A veces la llevo a la respiración. Otras, al centro del pecho, donde siento el latido. Cada día es distinto, así que también lo es mi ancla.
Es como entrenar a un caballo salvaje, no con fuerza, sino con respeto y constancia. La mente empieza a entender que no hace falta correr todo el tiempo. Que hay un espacio donde puede colaborar, no dirigir. Y cuando consigo eso, aunque sea por unos minutos, todo se vuelve más claro, más liviano, más mío. Porque la mente no es el enemigo. Solo necesita dirección. Y yo estoy aprendiendo a dársela.