Hay días en los que mi mente parece tener prisa por pensar. Piensa sin parar: escenarios que no existen, conversaciones imaginarias, dudas que se enredan entre sí. Y si no estoy atenta, me engancho. Empiezo a seguir cada pensamiento como si todos fueran importantes. Como si cada uno mereciera ser resuelto, analizado, creído.
Pero últimamente me estoy entrenando en algo muy simple (aunque no siempre fácil): recordarme que no todo lo que pienso merece mi atención.
No todo pensamiento es verdad. No todo pensamiento necesita una respuesta. Y mucho menos, una reacción.
Así que cuando me doy cuenta de que me estoy yendo con uno de esos hilos mentales que no llevan a ningún lugar, hago una pausa. Respiro. Vuelvo al cuerpo.
A veces tengo que hacerlo varias veces en una misma hora.Y está bien. Porque no se trata de hacerlo perfecto, sino de recordar que tengo elección.
Puedo elegir a qué le doy energía.
Puedo elegir en qué pensamientos me quiero quedar.
Y a los demás... dejarlos pasar, como nubes en el cielo.
La mente piensa. Es su naturaleza. Pero la atención es mía. Y eso lo cambia todo.