Me pasa mucho: estoy haciendo algo —leyendo, trabajando, incluso meditando— y, de repente, me doy cuenta de que ya no estoy ahí. Mi mente se fue. A una conversación pendiente, a lo que tengo que hacer mañana, a una emoción que no terminé de digerir. A veces me doy cuenta rápido, otras no tanto. Pero cuando lo noto, ya aprendí que no sirve pelearme con ella.
No se trata de callarla. Se trata de recordarle quién dirige.
Entonces, hago el juego de siempre: vuelvo a mi ancla. A veces es la respiración. Otras, el cuarto chakra. Depende del momento, pero siempre tengo algo a lo que volver. Ahí es cuando todo cambia. No porque los pensamientos desaparezcan, sino porque dejo de seguirlos. Los miro pasar. Como quien observa trenes sin subirse a ninguno.
La mente no es el problema. El reto es la atención: dónde la pongo, a qué le doy energía, qué elijo alimentar. Y eso es lo que practico cada día. No para tener una mente en silencio absoluto, sino para tener una relación más amable con ella. Porque cuando dejo de pelear, puedo empezar a guiar. Y ahí es donde empieza la verdadera libertad.