Hoy me ocurrió algo simple, casi invisible, pero que terminó abriéndome un espacio de reflexión inesperado. Vi a un niño caminando con dos bolsas enormes. Mi primer impulso fue sentir lástima. Ese reflejo tan rápido me desconcertó, así que me pregunté: ¿De dónde viene esta reacción?
Pensé que iba demasiado cargado… y de pronto lo entendí: tal vez la carga que vi fuera era la mía.
Me sorprendió darme cuenta de que mi atención se fue directa a la debilidad y no a la fortaleza del niño. ¿Por qué? ¿Qué parte de mí se siente más cómoda identificando fragilidad que reconociendo fuerza?
Me di cuenta de que llevamos una narrativa interna que, sin querer, nos sitúa como víctimas: cargamos historias de sacrificio, renuncia y sufrimiento como si fueran inevitables. Desde ahí miramos el mundo. Desde ahí interpretamos a los demás.
Pero muchas de esas historias ya no nos sirven. En realidad, son obstáculos. Patrones heredados, repetidos, justificados… pero que no nos acercan a nuestra verdad. Y nuestra verdad, la más sencilla, es que cada uno guarda dentro un salvador capaz de transformar la aflicción autoimpuesta en una energía compasiva y liberadora.
Quizá lo que toca ahora es soltar la adicción al sufrimiento en sus formas más sutiles. Dejar de proyectar fuera lo que necesitamos mirar dentro.
Volver a casa.
Volver al corazón.