Los niños tienen una técnica infalible: decir “fue sin querer” antes de que el mundo se dé cuenta de que han hecho algo. Y, aunque lo parezca, no es solo una excusa. Es una intuición brillante: la intención importa más que el resultado.
La intención te delata. Incluso cuando tú sigues distraída buscando motivos más bonitos.
La pregunta que lo ordena todo es sencilla: ¿Para qué quiero hacer esto? Pero cuidado: la mente siempre tiene una historia preparada.
¿Vas a una cena porque te apetece?
¿Porque “toca”?
¿Porque no quieres ser la rara que se queda en casa con su manta y su existencia introspectiva?
Es la misma acción, pero tres versiones de ti.
No hay decisión buena ni mala, solo honesta o automática. Y la honestidad, aunque a veces duela, siempre libera.
El cuerpo es un narrador sincero: si la intención nace del miedo, se nota. Si nace del amor propio, también.
Lo reconoces en cómo respiras, cómo caminas, cómo dices “sí” o cómo dices “no”.
La vida no suele mandar señales espectaculares. Prefiere lo sutil: una frase que te llama, una canción que aparece en bucle, un tropiezo torpe, una incomodidad que insiste.
Cuando empiezas a escucharlo, no es que descubras un nuevo camino, es que empiezas a recordar el tuyo.